Género: Narrativa
Traducción: Raúl Ortiz y Ortiz
Editorial: Tusquets
SINOPSIS:
El Día de Muertos de 1938 es una jornada aciaga para el ex cónsul británico en México, Geoffrey Firmin, un hombre alcohólico, arruinado por los fantasmas de su mente y de su pasado y cuyos oscuros sentimientos de culpabilidad alimentan una soterrada voluntad de autodestrucción. Incapaz de reaccionar al regreso de su ex mujer, Yvonne, el cónsul deja que ella se acerque de nuevo a su hermanastro Hugh, trotamundos implicado en actividades políticas. Y durante las veinticuatro horas en que transcurre la novela, en un México que simboliza al tiempo el paraíso y el infierno terrenales, se suceden alejamientos, malentendidos y encuentros conflictivos, y hasta violentos, con personajes de toda índole. Un funesto augurio —un indio moribundo al borde de un camino— da la primera señal de alarma. Mientras Geoffrey, cada vez más ensimismado, naufraga lentamente en sus delirios etílicos ante los ojos de Yvonne y Hugh, éstos asisten impotentes a los estragos de su trágica caída.
OPINIÓN:
"Releyendo la copia de su último cable (enviado esa mañana desde la Oficina Principal de la Compañía Telegráfica Mexicana, esquina San Juan de Letrán e Independencia, México, D. F.), Hugh Firmin caminaba punto menos que penosamente —tal era la lentitud y pesadez de sus movimientos— por la rampa que ascendía a casa de su hermano, con el abrigo de éste echado sobre un hombro; metido un brazo casi hasta el codo en las asas gemelas de la mochila gladstone, propiedad también de su hermano; y la pistola que, en el estuche a cuadros, le golpeaba perezosamente el muslo: ojos en los pies debo tener, así como paja, pensó al detenerse en la orilla del profundo bache, y luego suspendiéronse también su corazón y el mundo: el caballo a mitad del salto por encima del obstáculo, el clavadista, la guillotina y el ahorcado en su caída, la bala del asesino y el jadeo del cañón en España o en China se congelaron en los aires, la rueda y el pistón, inmóviles…
Trabajando en el jardín, Yvonne —o algún objeto tejido con filamentos del pasado, que se le asemejaba— producía la impresión, a pocos pasos, de estar vestida por completo con rayos de sol.
Luego se irguió (llevaba pantalones amarillos) y alzando una mano para resguardarse del sol, lo miró con ojos entornados.
Hugh saltó al césped por encima del bache; librándose de la mochila, sintió una instantánea turbación que lo paralizó y cierta repugnancia en salir al encuentro del pasado. Al caer arrojada en el rústico asiento descolorido, la mochila vomitó por su tapa un cepillo de dientes calvo, una oxidada maquinilla de afeitar, la camisa de Geoffrey y un ejemplar de segunda mano de El Valle de la Luna por Jack London, comprado apenas ayer por quince centavos en la Librería Alemana frente a Sanborns, en México.
Yvonne agitaba la mano.
Y él avanzaba (así como en el Ebro se retiraban) con el abrigo prestado que seguía meciéndose un poco, echado a medias sobre el hombro, y su sombrero de ala ancha en una mano y en la otra el telegrama arrugado.
—Hola, Hugh. ¡Caramba! por un momento creí que eras Bill Hodson…
Geoffrey me dijo que estabas aquí.
¡Qué gusto volverte a ver!"
Por medio de un miembro del Club de Lectura de Literatura+1, me encontré con esta novela publicada en 1947 y considerada una de las mejores de la Literatura del siglo XX y de la literatura universal de todos los tiempos, una obra maestra.
Se trata de una novela parcialmente autobiográfica del poeta, cuentista y novelista inglés Malcolm Lowry (1909-1957), quien tardó diez años en completarla. Está escenificada el Día de Muertos de 1939 en la ciudad de Quauhnáhuac a los pies del volcán Popocatépetl, en México.
El estilo no es sencillo, sino complicado y fino, literatura tan excelente y tan supremamente bien traducida por Raúl Ortiz y Ortiz, que es difícil creer que haya sido escrita originalmente en inglés.
Hay un narrador omnisciente y cuatro personajes importantes: el protagonista y excónsul de Inglaterra Geoffrey Firmin, su exesposa Yvonne, su hermanastro Hugh y el ALCOHOL.
En su casa de la calle Nicaragua vive el protagonista en total decadencia etílica, cuando de improviso regresan su exmujer y su hermanastro sin avisar, ni haberse puesto de acuerdo, y se encuentran en el deteriorado jardín, lleno de bellas flores e insectos, pero en total abandono, símbolo de la vida de sus dueños.
La totalidad del argumento transcurre en 24 horas.
Todas las vívidas imágenes y las perfectas descripciones se intuyen premonitorias ... in crescendo ... hora tras hora, escena tras escena, dirigiéndose hacia un desenlace desconocido, pero que se adivina aciago ...
Uno se imagina que a lo mejor es que el volcán hará erupción ... pero no ... es una explosión de autodestrucción la que arrasa con la historia que va avanzando en una excursión de Día de Muertos en México, como en un viacrucis, hacia un destino que se augura trágico...
Hay recuerdos nostálgicos y descripciones bellas: fuertemente poéticos, coloridos, dinámicos, pero siempre teñidos con ese vaho intenso de la alucinación, del delirium tremens, de la pesadilla ... corroídos por el ácido de la ansiedad, de la frustración, de la angustia, de la culpabilidad, de la compulsión del vicio ...
De nada sirve la inyección de amor de la dorada y florida juventud de Yvonne, su llegada se adivina tardía, como fue la de sus cartas extraviadas ... y la presencia del hermanastro con sus agudas y militantes tendencias políticas y su sospechada atracción por Yvonne, termina de remachar el clavo del rótulo de inri.
El autobús atestado ... el mezcal de olla ... el jinete herido a la vera del camino ... los paramilitares ... la tormenta ... los truenos... el caballo desbocado ...
El final no está escrito ... hay que deducirlo ... leer entre líneas ... pues se han disuelto en alcohol la prudencia y la sensatez y la cordura ha sido arrastrada en la vorágine del vicio.
Para concluir diré que recomiendo altamente esta obra, de gran valor literario, llena de simbolismos y alegorías ... perfectamente trágica, casi griega. Su lectura fue un placer.
"El Cónsul bajó al fin los ojos. ¿Cuántas botellas desde entonces? ¿En cuántos vasos, en cuántas botellas se había escondido, solo, desde entonces? De pronto las vio, botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, las copas, una babel de copas —que ascendía como el humo del tren aquel día— construida hasta el cielo y que luego se derrumbaba y los vasos se volcaban y rompíanse y rodaban cuesta abajo por la pendiente de los Jardines del Generalife, las botellas se quebraban, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas que se hacían añicos, botellas desechadas que caían con golpe seco en los terrenos de los jardines, bajo las bancas, camas, butacas de cine, ocultas en cajones de los consulados, botellas de Calvados que al caer rompíanse o se hacían añicos, las que caían en montones de basura, las que eran arrojadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas que flotaban en el océano, escoceses muertos en las montañas del Atlántico, y ahora las veía, las olía a todas ellas, desde el principio: botellas, botellas, botellas y copas, copas, copas de amargo Dubonnet o de Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey blanc Canadien, aperitivos, digestivos, demis, los dobles, los noch ein Herr Obers, los et glas Araks, tusen taks, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las ollas, ollas, ollas, los millones de ollas de hermoso mezcal"…
Lucila Argüello
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