Género: Narrativa
Traducción: Núria Molines Galarza
Editorial: ContraEscritura
SINOPSIS:
Traducción: Núria Molines Galarza
Editorial: ContraEscritura
SINOPSIS:
"Yo le pinté el bigote a Stalin" es la primera publicación de la alemana Erika Riemann (Mühlhausen, 25 de diciembre de 1930) y esta es la primera vez que se traduce al castellano. Sus reediciones han sido constantes en Alemania al tratarse de uno de los pocos testimonios de la temprana opresión soviética en el país.
En este libro Riemann narra cómo a partir de usar un pintalabios para que un retrato de Stalin no parezca tan serio acaba con sus huesos en prisión. Ella tenía catorce años en su primer interrogatorio y aún no había finalizado el año 1945. La broma le costó ocho años en diversos presidios y campos de concentración.
Pero este relato es también la testarudez de una jovencísima Erika que no se deja amilanar ante la injusticia, que contribuye a los movimientos grupales femeninos en prisión para poner fin al maltrato,…
Este relato también es el tiempo de después, el de una vida marcada por la falta de libertad, por la inexperiencia de una mujer que no tuvo una juventud normal para cometer errores y aprender a enmendarlos."Yo le pinté el bigote a Stalin" es una de las escasísimas voces en primera persona de aquellos años oscuros de la Historia.
En este libro Riemann narra cómo a partir de usar un pintalabios para que un retrato de Stalin no parezca tan serio acaba con sus huesos en prisión. Ella tenía catorce años en su primer interrogatorio y aún no había finalizado el año 1945. La broma le costó ocho años en diversos presidios y campos de concentración.
Pero este relato es también la testarudez de una jovencísima Erika que no se deja amilanar ante la injusticia, que contribuye a los movimientos grupales femeninos en prisión para poner fin al maltrato,…
Este relato también es el tiempo de después, el de una vida marcada por la falta de libertad, por la inexperiencia de una mujer que no tuvo una juventud normal para cometer errores y aprender a enmendarlos."Yo le pinté el bigote a Stalin" es una de las escasísimas voces en primera persona de aquellos años oscuros de la Historia.
OPINIÓN:
En 1993, con 62 años de edad, Erika Riemann visitó la cárcel de mujeres de Hoheneck. Se separó un momento del grupo para ir al servicio y, después, entró en una oficina donde permaneció unos minutos mirando por la ventana. Al ver a sus compañeras agitar los brazos reaccionó y volvió al patio. «¿Qué hacías?», le preguntaron. «Estaba esperando a que vinieran a por mí, había olvidado que ahora las puertas están abiertas», respondió.
Erika Riemann tenía catorce años cuando realizó un garabato sobre una fotografía de Stalin que había colgada en la pared de su colegio. Aquello le costó diez años de trabajos forzados en distintas cárceles (campos de concentración, en realidad) del territorio alemán bajo dominio ruso. Una vida rota por la estupidez y el sinsentido de (el final de) una guerra, de una inútil burocracia que no es más que la cortina de humo que sustenta las revanchas entre vencedores y vencidos, de una barbarie que parece no acabar nunca. Nos hemos acostumbrado a las inhumanas historias de los nazis, pero en esta novela-diario nos enfrentamos al absurdo de los rusos, y su carácter universal se hace extensible al calvario de los españoles tras la Guerra Civil o al (por desgracia) siempre actual Guantánamo.
La primera mitad de la obra es un crudo relato de hambre, miedo y desesperanza, de eternas jornadas a base de pan y agua, de miedo a la visita nocturna de los guardianes, de intentos de suicidio, de humillaciones físicas y psicológicas (tal vez estas las peores: el silencio, no entender nada, no saber por qué ha empezado ni cuándo acabará).
La segunda parte, dotada de una mayor carga psicólogica, es la que más ha pesado sobre mis hombros y mi ánimo como lector. Si bien las salvajadas narradas en la primera parte me han estremecido sobremanera, llevándome al borde del llanto en determinados pasajes, como el de una anciana y una niña repartiéndose dos terrones de azúcar tras días sin comer, es esta segunda mitad, con una Erika Riemann ‘libre’ (siempre entre comillas), la que contiene el verdadero mensaje que, creo, la autora quiere transmitir. El lastre, el estigma, el tormento que no cesa. Erika nunca será libre, nunca podrá satisfacer a sus maridos, nunca se acostumbrará a los incómodos silencios tratando de explicar los años vacíos de su existencia, nunca perderá el miedo a que todo se repita; nadie comprende la magnitud de lo ocurrido, nadie conoce la verdad, búsquese un trabajo (pero no aquí), algo haría para ir presa…
Erika Riemann tenía catorce años cuando realizó un garabato sobre una fotografía de Stalin que había colgada en la pared de su colegio. Aquello le costó diez años de trabajos forzados en distintas cárceles (campos de concentración, en realidad) del territorio alemán bajo dominio ruso. Una vida rota por la estupidez y el sinsentido de (el final de) una guerra, de una inútil burocracia que no es más que la cortina de humo que sustenta las revanchas entre vencedores y vencidos, de una barbarie que parece no acabar nunca. Nos hemos acostumbrado a las inhumanas historias de los nazis, pero en esta novela-diario nos enfrentamos al absurdo de los rusos, y su carácter universal se hace extensible al calvario de los españoles tras la Guerra Civil o al (por desgracia) siempre actual Guantánamo.
La primera mitad de la obra es un crudo relato de hambre, miedo y desesperanza, de eternas jornadas a base de pan y agua, de miedo a la visita nocturna de los guardianes, de intentos de suicidio, de humillaciones físicas y psicológicas (tal vez estas las peores: el silencio, no entender nada, no saber por qué ha empezado ni cuándo acabará).
La segunda parte, dotada de una mayor carga psicólogica, es la que más ha pesado sobre mis hombros y mi ánimo como lector. Si bien las salvajadas narradas en la primera parte me han estremecido sobremanera, llevándome al borde del llanto en determinados pasajes, como el de una anciana y una niña repartiéndose dos terrones de azúcar tras días sin comer, es esta segunda mitad, con una Erika Riemann ‘libre’ (siempre entre comillas), la que contiene el verdadero mensaje que, creo, la autora quiere transmitir. El lastre, el estigma, el tormento que no cesa. Erika nunca será libre, nunca podrá satisfacer a sus maridos, nunca se acostumbrará a los incómodos silencios tratando de explicar los años vacíos de su existencia, nunca perderá el miedo a que todo se repita; nadie comprende la magnitud de lo ocurrido, nadie conoce la verdad, búsquese un trabajo (pero no aquí), algo haría para ir presa…
Un intemporal relato sobre el ser humano como bestia tras el conflicto que ahora se publica en castellano por primera vez, cosa que hay que agradecer, y mucho, a Contraescritura. Háganse un favor y léanlo.
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